P. Eduardo Perales Pons SCJ
EL P. LEÓN DEHON
Y LA ORACIÓN
Commissione Generale pro Beatificazione di p. Dehon
Curia Generale SCJ
Roma - 2004
¿Qué pensó de la oración el P. León Dehon? Como acontece a la mayoría de los creyentes, tuvo su evolución personal en la fe. Empezó a caminar de la mano de su madre; otros educadores en la fe prestaron su colaboración; y el Espíritu Santo fue quien lo llevó a la perfección en su diálogo con Dios, que eso es la oración.
Sus escritos fueron abundantes. Y de la oración trata al exponer su propia vida de oración, al dar orientaciones para la organización de la vida de la Congregación, al aconsejar a quien le pide consejo, al escribir expresamente sobre el tema. Tan fecundo es en su doctrina sobre la oración, que se podría hacer un verdadero y rico tratado sobre ella partiendo de sus escritos. No es tal nuestro propósito en este momento, sino que nos limitamos a presentar algunos rasgos de su pensamiento y su vida de oración, que nos puedan estimular para seguirle, cuando estamos preparándonos para celebrar su beatificación.
Martín Velasco escribe: „La oración… es el punto de convergencia de la mayor parte de los demás aspectos del complejo fenómeno religioso” (La religión de nuestro tiempo, p. 110). De ahí la importancia de entender correctamente cuanto expresa la palabra oración, si queremos tener una idea exacta de cuanto queremos decir cuando hablamos de religión. En mis lecturas encontré frases sobre la oración que pueden aportar luz en esta introducción sobre el tema: „La oración es el encuentro de Dios y del hombre en la palabra y su respuesta, en el amor recíproco, en la moción de la gracia y la correspondencia humana. Orar es dialogar con Dios. Orar es tomar parte en el eterno diálogo del Verbo divino con el Padre en el Espíritu Santo. O, mejor, es el suspiro inenarrable del Espíritu Santo el que ora en nosotros” (Bernhard Häring). Aunque sobradamente conocida, no podemos dejar de recordar la afirmación teresiana: „… que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama” (Libro de la vida, 8,5). También Eduardo Schillebeeckx nos hace pensar con estas palabras: „Desconocer la necesidad de estar sencillamente con Dios, el Amado, sin hacer nada, es vaciar al cristianismo de su propia sustancia”. Bien lejos anda de estos conceptos sobre la oración quien la entiende como algo que hay que hacer, con lo que hay que cumplir, algo que basta con despachar.
León, antes de ser maestro en la oración, pasó por una etapa de discipulado. Aprendió, practicó y enseñó lo que es la oración. Quiso Dios configurar y matizar toda su vida de fe con la tonalidad del amor a Dios, simbolizado en el Corazón del Hijo. Y esa coloración es la que encontraremos en toda su vida de oración y en su magisterio sobre el mismo tema. Vamos a intentar conocer su pensamiento a través de sus escritos. Sería un error pretender encontrar en ellos un estilo literario de nuestros tiempos. La forma puede no convencernos; el fondo orienta a la familia dehoniana en la creación del ámbito espiritual en que ha de moverse su vida.
Estamos acostumbrados a conocer personas hechas y derechas, olvidándonos las más de las veces que tuvieron que hacer un largo recorrido antes de llegar a lo que hoy son. León Dehon experimentó una profunda y amplia evolución en su idea y su práctica de la oración desde niño hasta que el Señor lo encontró maduro para iniciar la aventura de fundar la congregación de los Sacerdotes del Corazón de Jesús.
Sus primeros recuerdos sobre la oración se remontan a su infancia, cuando su madre lo llevaba a la iglesia del pueblo, nada atrayente y triste, destartalada y sin adornos. Como León vivía en el mundo de los sentidos, bien poco podía decirle la religión en aquel marco carente de atractivos. De ahí que escriba: „Yo iba primero al banco de mi madre y rezaba con ella o, más bien, ella rezaba por mí. La verdad es que yo no sabía bien qué era eso de la oración” (NHV 1,9). Con esta confesión, el P. Dehon manifiesta que fue un niño normal, natural, como lo son la mayoría. No fue un niño precoz en la fe.
Tenía once años cuando hizo su primera comunión, después de asistir tres años a la catequesis de la parroquia y llegar a saber la letra del catecismo y comprender lo que decía. Por supuesto que se trataba de una comprensión infantil, la que se puede pedir a un niño de once años. Adulto ya, recuerda aquella fecha escribiendo: „Ese día no dejó una sola sombra en mi recuerdo. Yo tenía buena voluntad, hice lo que pude. Mi santa madre me ayudó. Además del catecismo, había un cuaderno complementario de preguntas que aprender. Mi madre me hizo una copia del cuaderno y me ayudó a aprenderlo. Sus buenos consejos me llegaban muy adentro. Comprendí que se trataba de algo grande, me preparé bien y recibí profundas impresiones de la gracia” (NHV 1,11). En el reducido universo de un niño, su madre desempeña un papel de gran protagonismo. En nuestro caso, la madre, Estefanía Vandelet, se constituye en ayudante de su hijo, le hace una copia del cuaderno complementario y actúa como acertada consejera de su hijo, bien dispuesto a dar buena acogida a los consejos maternos. Nos hace bien tomar conciencia de la impronta que vamos dejando en las personas que constituyen nuestro ámbito personal. Y hacer cuanto nos sea posible para que seamos recordados con agrado, como personas que ayudamos a los demás en su caminar hacia Dios, siempre portadores de luz, nunca de tinieblas. Gracias a su madre, León comprendió que la primera comunión era algo grande, y lógicamente se preparó bien para el acontecimiento. Es admirable la influencia de la madre en el hijo, lo que constituye una responsabilidad materna, que siempre habrá de tener presente quien opta por la maternidad. Y no podemos olvidar que todo ascendiente sobre los demás es un dato a tener presente en muchas situaciones de nuestra vida.
Aparte de recordar con cariño reconocido a su madre, el P. Dehon recordará a otras personas que contribuyeron a su desarrollo en diferentes áreas. Recuerda a las señoritas Dureaux, que cuidaban la iglesia del pueblo y la biblioteca parroquial, y dedicaban un tiempo a visitar a los pobres del pueblo. „Eran de la raza de esas santas mujeres que se encuentran siempre cerca de nuestro Señor en su Iglesia. (…) Ellas me iniciaron en la piedad” (NHV 1,13). Estas palabras del P. Dehon son un sincero reconocimiento de la sencilla y silenciosa labor, al tiempo que eficaz, de un sinnúmero de personas que han sabido acoger la gracia de Dios, a quien han constituido como centro de su vida. El P. Dehon sabía valorar y admirar cuanto de admirable encontraba en su camino, sin dejarse llevar de ciertas opiniones desfavorables y generalizadas sobre personas simples y de buena fe. Seguro que las señoritas Dureaux no sospecharon que pudieran tener tanta influencia en quien un día sería fundador de una congregación y beato y… quizá santo.
Todos contamos con un número más o menos grande de personas que calificamos de conocidos. No llegan a ser amigos; pero desempeñan su papel en nuestra vida. Quizás ocupan un puesto secundario en el escalafón de la sociedad; pero, cuando menos te lo piensas, influyen decisivamente en tu vida. Tal fue el caso de una empleada de hogar que tenía la familia Dehon. Era de Wignehies, donde había estado de cura el Rvdo. Boute, enviado posteriormente por el arzobispo de Cambrai al colegio de Hazebrouck. Los Sres. Dehon, conociendo la seriedad de este colegio, solicitaron plaza de internos para sus dos hijos. Ingresaron el primero de octubre de 1855. Allí encontró el adolescente León una de las personas que influyeron decisivamente en su vida, el Rvdo. Dehaene, que estaba al frente del equipo de educadores del colegio. En la descripción que de él y del colegio nos hace el P. Dehon, se encuentran datos y detalles muy significativos: Dehaene, era un hombre de la raza de los santos. Del colegio nos dice que los estudios eran serios; era bendecido por Dios; dirigido por sacerdotes del clero del Norte, clero lleno de fe y celo por las almas; a él acudían muchachos de ese buen Flandes, en que las costumbres continuaron siendo cristianas, sus generaciones tienen savia cristiana, la vida de fe reina en la familia y en las costumbres; sus gentes se alimentan de la Eucaristía, la gracia se encuentra en los corazones, los labios y los actos (cf. NHV 1,15-16).
A través de los libros, nos relacionamos con sus autores. En esta época, León se relaciona con quienes escribieron el Manual del Sagrado Corazón (regalo que le hizo su madre), la Vida devota y la Imitación de Cristo. Los tres fueron sus maestros de teología ascética. Del primero afirma que fue su verdadera guía ascética, que lo formó en las diversas devociones que vivió toda su vida, y en él aprendió a amar al Sagrado Corazón y a la Virgen. Gustó de la piedad apacible y afectuosa de la Vida devota. De la Imitación de Cristo afirma que le conmovía profundamente, y que le dijeron que era un libro muy elevado y difícil de comprender; pero él no encontraba dificultad en su lectura (cf. NHV 1,29-30).
Por naturaleza, León Dehon no era un muchacho aislado. Y en el colegio ingresó en la Asociación de la Santísima Virgen, de la que escribe: „Debo mucho a esta asociación. El Sr. Dehaene dirigía regularmente las reuniones. Nos formaba a la piedad y al celo. Nos animaba a la comunión frecuente. Allí encontré mis mejores compañeros. Es evidente que en tales reuniones actúa la Virgen. Ella ama con ternura a sus asociados, vela sobre ellos y actúa en sus almas” (NHV 1,303-31).
Aún no llevaba un año en el colegio, cuando León ya era monaguillo. Era una oportunidad para gustar mucho del altar y estar más a menudo cerca de nuestro Señor durante los recreos, y de cuidar todo lo que había en la capilla. Como monaguillo asistió a la misa del gallo de navidad en los capuchinos, donde recibió una de las impresiones más fuertes de su vida. Recordando aquellos tiempos escribirá: „Nuestro Señor me apremió a entregarme a él. La acción de la gracia fue tan fuerte que durante mucho tiempo tuve la impresión de que mi conversión tuvo lugar aquel día. ¿Cómo agradecer cual debo al buen niño Jesús?” (NHV 1,32).
Hemos recordado que León Dehon no fue precoz en la fe, que era un muchacho normal, y tirando a bueno. Cuando cursaba el tercer año en el colegio de Hazebrouck, se encontraba en la edad crítica, que no le perdonó. Así la describe él: „La lucha fue terrible. Me tentaba el orgullo, la vanidad y, sobre todo, la sensualidad. En ocasiones fui goloso. Otras veces fui descortés con mi profesor. Escuchaba a mis malas compañías, y yo mismo lo fui para algunos. Me dejaba llevar por las amistades particulares, por la molicie. No obstante, yo seguía mis prácticas piadosas. Mi vida era lucha. Y la mantenía con ánimo. Me acostaba sobre una tabla, imponía fuertes mortificaciones a mi paladar, me disciplinaba hasta sangrar. Para ayudarme, a veces hice voto de castidad por algunas semanas” (NHV 1,32). Como lucha ha sido definida frecuentemente la vida. Así la vivió León. Y la vivió como era costumbre en su tiempo, en las formas que revestía la lucha de la vida. Al fin y al cabo era hombre de su tiempo. Y hay mucho que admirar en su conducta: su generosidad, su valentía, su nobleza de carácter, su aprecio por la vida de fe, su recurso a la oración.
El primero de junio de 1857, a los catorce años, recibió el sacramento de la confirmación con mediocre preparación. Coincidió con un momento de crisis de la adolescencia; tenía compañeros que no contribuían precisamente a que viviera mejor su vida de fe. Y más de una vez pedirá perdón a Dios por esa fragilidad (cf. NHV 1,35).
Cuatro años estuvo en el colegio de Hazebrouck, de los doce de edad a los dieciséis, durante los cuales tomó frecuentemente sus descansos en casa de dos familias, los Vandewalle y los Dassonville. En ambas encontró buenos ejemplos que recordará siendo adulto. Vio costumbres cristianas, patriarcales, que le edificaron. Observó que hacían oración en familia, que rezaban antes y después de las comidas, que el padre bendecía a la familia al final del día; el lenguaje era cristiano, y respetaban y sentían afecto por los ministros de la Iglesia (cf. NHV 1,33). La eficacia del ejemplo fue grande en la vida del adolescente León, como lo es en toda persona que vive abierta a su entorno. Y la experiencia nos dice que tal apertura es a menudo bastante mayor de lo que sospechamos.
Cuando iba de vacaciones a su familia, mantenía un buen ritmo de vida de oración, teniendo en cuenta que no era más que alumno de un colegio. Cierto que dirigido por el Rvdo. Dehaene, sacerdote celoso, que acogía en el colegio muchos niños con ánimo de despertar en ellos el posible germen de vocación sacerdotal. La iglesia que de pequeño encontraba poco atrayente, ya le gustaba, la visitaba a gusto. Su madre le hacía mucho bien, le animaba, le enseñaba a rezar. Incluso mantenía con su hijo conversaciones sobre la piedad (cf. NHV 1,36).
El ambiente que hemos descrito en los párrafos precedentes constituyó el mejor clima para la germinación de la vocación sacerdotal de León. Será él mismo quien lo confiese con estas palabras: „Bendigo a la Providencia por haberme llevado a aquel pueblo de fe, de costumbres viriles y cristianas. Necesitaba aquel terreno para que germinara mi vocación. Sería ingrato y ciego si todavía dudara de la bondad de la Providencia. Cuántos medios acumuló allí para formarme: el colegio, el confesor, los retiros, los condiscípulos, las costumbres del pueblo, la sencillez de la vida, los estudios serios” (NHV 1,34). La acción de la gracia era evidente para el adolescente León. El hecho de que lograra salir airoso de su crisis fue para él una prueba más de la presencia y asistencia de Dios en su vida. „La crisis de mi tercer año no me afectó; las tentaciones, las debilidades no me desanimaron. Es nuestro Señor quien me dio esa consistencia, que no era natural en mí. Tan vigorosa era en mí la acción de la gracia. Tanto me impresionaban las comuniones y las lecturas piadosas. Lo que me atraía en mi vocación era la unión con nuestro Señor, el celo por la salvación de las almas y la necesidad de abundantes gracias para salvarme” (NHV 1,35). No hay por qué dudar de la veracidad de estas palabras de reconocimiento de la acción de la gracia: Dios actúa en la vida del hombre, su providencia abarca la acción libre del hombre considerado en su conjunto y en su singularidad. Nos lo confirma san Pablo: „Sabemos que todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus designios” (Rom 8,28). Pero dos refranes castellanos nos recuerdan que a quien madruga, Dios le ayuda, y a Dios rogando, y con el mazo dando. Es decir, que hemos de aportar nuestra colaboración a la acción de Dios.
Al término de sus estudios de humanidades, en 1859, y superado el examen de bachillerato en Letras, termina una etapa de su vida. Tiene 16 años. Dejará Hazebrouck, pueblo de acendrado fervor religioso. León se lleva valiosos tesoros: el hábito y el gusto de la piedad, el celo por las obras, una fe lúcida, amistades fieles, recuerdos agradables, un conocimiento suficiente de su vocación. En el mes de julio se inscribió en la cofradía del Sagrado Corazón. Nuestro Señor lo había ganado para siempre (cf. NHV 1,37-38).
El contraste que experimentó al cambiar del colegio de Hazebrouck a la institución Barbet de París fue insoportable. Sólo dos meses pudo aguantar allí. Los alumnos no daban muestras de fe; las blasfemias de algunos eran repugnantes, incluso abierta y groseramente inmorales. Se rezaba, pero qué clase de oración. Los domingos tenían misa, y León intentaba seguirla con su libro. Sus compañeros le tiraban alguna boina sobre el libro, y le hacían burla. Escribió con tono firme varias cartas a su padre, que comprendió la gravedad de la situación y León abandonó la pensión (cf. NHV 1,39-40).
Había conocido ya el ambiente de las casas parisinas de educación, y comenzó a vivir con su hermano en la calle de Madame, 7. Es de gran interés para nosotros conocer la descripción que hace de su nueva vida: „Desde entonces reanudé poco a poco todas mis piadosas costumbres del colegio. Iba a confesarme todas las semanas a San Sulpicio, y pronto tuve un confesor habitual. Casi todos los días participaba en la misa; generalmente en San Sulpicio, en ocasiones en St Jacques-du-Haut-Pas. A menudo hacía una buena y fervorosa visita a Santa Genoveva o a San Esteban. Me venía de camino. Pronto ingresé en el Círculo católico y en una conferencia de san Vicente de Paúl. Había encontrado nuevamente todos los medios de perseverancia y de progresar que necesitaba. ¡Qué bueno ha sido siempre conmigo el Señor! Me llevó de la mano y me colmó de sus gracias” (NHV 1,40).
„Habitualmente asistía a la misa en San Sulpicio, que fue mi parroquia durante cinco años, y me sentía muy ligado a ella. No fueron los hermosos frescos de Eugenio Delacroix o de Signol ni las pinturas de Vanloo lo que me atraía, ni la misteriosa luz con que el arquitecto supo iluminar la hermosa imagen de la Virgen. Fue una atmósfera de gracia y de oración que se respira allí; es la santidad del santuario, es la piedad de la misa matutina a la que asisten almas sencillas y piadosas. Aparte de que nuestro Señor da su gracia donde él quiere, y es allí donde quiso dármela, a la sombra del seminario, en la iglesia de Olier y de la piadosa Compañía de San Sulpicio, en la iglesia de las ordenaciones, allí donde se respira un aire sacerdotal y levítico” (NHV 1,40-41).
„La vida de estudiante me dejó un recuerdo puro y gozoso. Iba de mi casa a la Escuela, pasando por San Sulpicio. En mi casa, se pasaban las horas en la calma entre los libros de Mourlon y de Ortolan; junto al hogar en invierno, con el sencillo atuendo de estudiante. Nada había en el camino que me alejara de la piedad y del estudio; cuanto veía me ayudaba más bien a ensanchar mi alma y elevarla a Dios. Aquel no es el París moderno, lujoso, frívolo; el barrio de San Sulpicio es enteramente cristiano. Allí se encuentran muchas casas de obras y de oraciones, y todo el comercio de objetos de piedad, de libros e imágenes católicos” (NHV 1,45). Todo el escenario de su vida se limitaba a la iglesia, la escuela y su casa (cf. NHV 1,51).
León no perdía de vista la llamada de Dios al sacerdocio. Para él la llamada supone respuesta, y no va a dejar a Dios sin ella. Tanto más cuanto que había logrado ya cierta evidencia en este punto. Quería ser de Dios, quería ser sacerdote. Y albergaba la esperanza de obtener de su padre la libertad para seguir la vocación, una vez que consiguiera la licenciatura. Admira su fidelidad a Dios, aun teniendo que ir contra viento y marea. Porque nada fácil lo tuvo, ya que hasta el apoyo de su madre llegó a perder. En su vida encontramos una constante: le gusta consultar a personas cualificadas; en este momento, contará con las que tenían cierto „prestigio entre la juventud católica” (NHV 1,72).
En el verano del 1864 vuelve una vez más a la casa paterna de vacaciones. „Al regresar a La Capelle, tenía que tratar con mi familia el gran tema de mi vocación. Era difícil. Mi padre me había prometido anteriormente que me dejaría libre cuando fuera doctor; había llegado el momento, pero él todavía no quería. La Providencia divina se sirvió de estas disposiciones de mi padre para conducirme a los Santos Lugares, donde mi fe y mi vocación debía encontrar mucha energía. Palustre me propuso ese viaje. Hablé de él a mi padre, quien para ganar un año, y en la esperanza de que la distracción del viaje cambiara mis ideas, me dejó hacerlo” NHV 1,192).
Años antes había conocido a León Palustre, con quien convivió en París. Fue una de las personas que dejaron su impronta en León Dehon, quien describe así parte de su vida en común: „Nos gustaba el trabajo; nos levantábamos a las cinco, y comenzábamos nuestra jornada con media hora de lectura de la Sagrada Escritura” (NHV 1,119). No olvidemos que eran simplemente jóvenes universitarios de París. Sobrada razón tenía el P. Dehon para dar gracias a Dios frecuentemente por las personas que constituyeron su ámbito familiar y de amistades.
El itinerario elegido para su viaje no era el más indicado para distraer de su vocación al joven León. Serán varios los escenarios de la vida de Jesús y del cristianismo que servirán para acercarlo más a Dios, para que se afiance su vocación y su vida de intimidad con Dios.
Por imprudencia de dos cocheros de coches de caballos, en dos ocasiones vio cercana la muerte. A la santísima Virgen, a quien había invocado con confianza, atribuyó León el haberse librado de la muerte (cf. NHV 2,19).
La visita del Partenón, dedicado a Minerva, le sugiere esta oración: „Virgen María, te ofrezco todo cuanto estos pueblos quisieron ofrecer de pura gloria a esta Virgen (Minerva), a quien constituyeron su madre e inspiradora. Tú eres la Virgen por excelencia, la Virgen incomparablemente prudente. El arte cristiano ya te ha glorificado. Ojalá se supere todavía y te glorifique más aún que el Partenón ha glorificado presuntamente a la Virgen del paganismo” (NHV 2,39).
Siguiendo a León Dehon en su viaje, llama la atención con qué facilidad las diferentes realidades con que entra en contacto y conocimiento le llevan a Dios. Visita Olimpia, una de las principales ciudades sagradas de Grecia. Admira sus ruinas, el templo de Júpiter medio derruido, las columnas que yacen por tierra, el estadio y el hipódromo en que celebraban sus famosas olimpiadas, y termina exclamando: „¡Cuándo haremos por nuestro Dios, creador y salvador, tanto como hizo este pueblo por sus dioses imaginarios!” (NHV 2,50).
Llegaron a Jerusalén como peregrinos el 25 de marzo de 1865. Hicieron a pie la última jornada. Cuando la ciudad apareció ante sus ojos, se postraron de rodillas y rezaron unos instantes. Estaban en el escenario de nuestra redención, el lugar en que nuestro Señor nos manifestó su gran amor, dando su vida por nosotros (cf. NHV 2,107). Dedicaron el día siguiente a la Vía dolorosa y al santo Sepulcro. Confiesa que daba demasiada importancia a la arqueología; pero, gracias a Dios, visitaba Jerusalén rezando, y era más peregrino que turista. Asistió a la misa celebrada por un misionero en la capilla de la Flagelación. De allí se fueron a echar una ojeada al valle de Cedrón y el monte de los Olivos. Al escribir estos recuerdos, el auténtico y sincero cristiano que es el P. Dehon hace esta breve oración: „Señor Jesús, yo hago ese mismo vía crucis en espíritu y te ofrezco de nuevo todos los méritos de tu pasión por la expiación de mis pecados” (NHV 2,109).
La visita al santo Sepulcro suscita en él un torrente de sentimientos: „¡El santo Sepulcro! ¿qué edificio hay en el mundo que pueda ofrecer mayores recuerdos? Allí, sobre aquella roca, fue crucificado Cristo; allí, algo más abajo, fue sepultado. Murió por nosotros, para expiar nuestros pecados, para salvar nuestras almas. En una primera visita no se puede meditar con calma sobre estos misterios. Hay, ante todo, una profunda emoción, un abatimiento, un temblor misterioso que se apodera del peregrino. Será necesario volver a menudo, orar, reflexionar, comulgar, asistir al santo Sacrificio para gustar las gracias de ese santuario, y el recuerdo de los santos Lugares ayudará toda la vida a la contemplación de los misterios de nuestra salvación” (NHV 2,109).
Permanecieron algunos días en las tierras que fueron escenario de la vida de Jesús. Y se adivina que León experimentó todos los sentimientos religiosos que allí se suscitan fácilmente. Visitaron Belén, Nazaret, Jericó, Betania, el Tabor, el lago de Tiberiades, Cafarnaum, Caná. Pasaron en Jerusalén la semana santa del 1865. Y escribe: „A cada momento del día, contemplando los sagrados misterios, uno se puede decir: fue allí, allí donde Jesús nos dio tal prueba de su amor. Es allí donde sufrió. Es allí donde derramó su sangre. Confieso que allí experimenté profundas impresiones que siempre me han ayudado en la contemplación” (NHV 2,133).
De regreso ya, pasan por Damasco, ciudad que recuerda la conversión de san Pablo. León escribe: „Hace bien rezar allí. Pedí a Dios que diera consistencia a mi conversión y mi vocación por intercesión de san Pablo. No tenía ya dudas sobre el camino que debía seguir, pero tenía que superar la oposición de mis padres, y la oración me fortalecía y animaba” (NHV 2,155).
Cuando León, de regreso de Tierra Santa, llega a Roma por primera vez, ya es junio de 1865. Tiene veintidós años. Permanece sólo diez días, en los que recibe muchas gracias de Dios. Culmina su viaje, y su vocación está decidida. Ha desafiado todos los peligros de un largo viaje, confiado filialmente en María Virgen, que en varias ocasiones lo salvó milagrosamente.
El viaje sólo terminará cuando llegue a la casa paterna, donde vivirá momentos difíciles en los que su oración y encuentro con Dios desempeñan un papel decisivo. Veamos cómo resume su verano: „Tomé tres meses de vacaciones. Tuve que contar a menudo mi viaje. Mis relatos sobre Palestina impresionaron mucho a mi padre y prepararon su vuelta a Dios. (…) Durante estas vacaciones viví con mis padres escenas muy dolorosas. Mi padre sufría mucho a causa de mi decisión. No la comprendía. Todos sus castillos en el aire se vinieron abajo. Estaba orgulloso de mis grandes facilidades en el estudio. Soñaba para mí una carrera respetable según criterios humanos. Largo tiempo había deseado para mí la escuela politécnica. Ahora que yo había estudiado Derecho, me destinaba a la diplomacia o a la magistratura. Mi madre, con la que yo contaba para que me ayudara, me abandonó completamente. Era piadosa y me quería piadoso; pero le asustaba el sacerdocio. Le parecía que ya no sería de la familia, que me perdía. Necesité endurecer mi corazón para resistir a todos los asaltos que tuve que soportar. En ocasiones fui duro para mis padres. Hacía falta. Les dije que ya era mayor y libre. Se decidió que me dejarían marchar; pero hubo frecuentes escenas de lágrimas” (NHV 2,183-184). Y tan frecuentes o más fueron sus oraciones.
El 14 de octubre de 1865 comienza una nueva etapa en la vida de León: marcha a Roma para iniciar sus estudios de preparación al sacerdocio. La despedida fue emotiva y penosa. Sus padres le acompañaron hasta la estación del tren. Se les hacía cuesta arriba separarse del hijo. Fueron al santuario de nuestra Señora de Liesse, ante la que León rezó fervorosamente. En la estación de Saint-Erme fue la despedida. „Mi padre y mi madre lloraban, ¡cómo no iba a llorar yo! Esta despedida era para mí la confirmación de que hay sacrificios que no se hacen sin un desgarramiento, aun cuando la parte superior del alma experimente un gozo sobrenatural” (NHV 3,1-2).
Ingresa en el seminario francés de santa Clara, del que hace una descripción que nos presenta el que fue escenario de seis años de su vida: „Finalmente me encontraba en mi verdadero elemento; era feliz. El seminario era una vieja casa, estrecha, alta, sombría y triste en su interior. No importa, yo era feliz. Me pusieron en el quinto o sexto piso, no recuerdo bien, en una buhardilla bajo el tejado, encima de la capilla. La celdita era pequeña y desnuda, la cama dura; pero poco importaba, yo era feliz. (…) De los años pasados allí no guardo más que buenos recuerdos. Me gustaría volver a vivirlos. Allí todo era bueno: el atractivo de los estudios sagrados, el piadoso recogimiento de la celda y de la capilla, la santa dirección del P. Freyd, la sincera amistad de buenos condiscípulos” (NHV 3,15).
Allí conoció al P. Freyd, hombre de Dios, un santo, como decía Pío IX. Y fue quien le dirigió en su itinerario espiritual, que condensa en breves líneas: „Voy a contar la historia de mi corazón y de mi voluntad. Nuestro Señor tomó posesión bien pronto de mi interior, y allí puso las disposiciones que debían ser la nota dominante de mi vida, no obstante mis deficiencias: la devoción a su Corazón Sagrado, la humildad, la conformidad con su voluntad, la unión con él, la vida de amor, éste debía ser mi ideal y mi vida para siempre. Nuestro Señor me lo manifestaba, a él me conducía sin cesar, y así me preparaba a la misión que él me destinaba para la obra de su Corazón. Desde entonces comencé a anotar casi todos los días mis impresiones; esto me permite ver de forma segura las huellas de la acción divina y del plan divino sobre mi pobre alma” (NHV 3,48-49). En el Corazón de Jesús quiere vivir la unión con el Padre, por actos frecuentes de amor, de adoración, de gratitud, de oblación, de obsequio, de abandono, de anonadamiento de sí mismo, de desprendimiento de las criaturas. Y para progresar espiritualmente se atiene a estos principios: hacer en cada momento la voluntad de Dios; en la meditación, unirse al corazón de nuestro Señor, y en las oraciones vocales unirse al pensamiento íntimo del autor de la oración (cf. NHV 3,50.55).
Considera a Jesús como modelo de oración: intercede toda su vida por los hombres, con humildad y sacrificio, y ahora mismo intercede por nosotros cabe su Padre y en la Eucaristía. María y José nos enseñan a orar en unión con el Corazón de Jesús (cf. NHV 3,121). De la Liturgia de las horas, antes llamada breviario, escribe entusiasmado que nuestro Señor le concedió la gracia de gustarlo y amarlo con pasión. Le dedicaba lo mejor de su tiempo y la recitaba de rodillas. Y añade que el tiempo que dedicaba al breviario no perjudicaba a sus estudios. Considera que es una hermosa misión orar en nombre de la Iglesia, orar con Jesús por todas las almas que él ama. Del breviario dirá también que es más bien una gracia que una obligación, ya que, recitándolo, nos dirigimos a aquel que dijo: 'Pedid y recibiréis'. Jamás se le pide con fervor sin que nos oiga y enriquezca (cf. NHV 3,135-136). Al subrayar la dimensión de gracia del breviario, frente a la de obligación, nos revela la actitud que adoptaba a la hora de su recitación. Es evidente la gran diferencia del estado de ánimo de quien hace algo considerándolo una gracia, del que hace lo mismo considerándolo mera obligación.
El 19 de diciembre de 1868, es ordenado sacerdote en la basílica de san Juan de Letrán. Al día siguiente celebró su primera misa. Estas son algunas reflexiones que escribe: „Las impresiones de la ordenación fueron inefables. Me levantaba sacerdote, poseído por Jesús, lleno de él, de su amor al Padre, de su celo por las almas, de su espíritu de oración y de sacrificio. (…) El día 20 fue para mí más emocionante aún que el 19. Mi primera misa era la misa cantada del Seminario. El P. Freyd quiso asistirme; siempre me manifestó una bondad paternal. (…) Allí estaban mis padres. (…) La emoción era general, y cuando mis padres se acercaron a comulgar, nadie pudo reprimir las lágrimas. Yo estaba loco de amor por nuestro Señor y lleno de desprecio de mi pobre persona. Aquel fue el mejor día de mi vida” (NHV 3,204-205).
El novel sacerdote que es León, que nos ha dado pruebas fehacientes de la calidad de su vida de oración, consciente de que la rutina se instala fácilmente en la vida humana, incluso en algo tan elevado como es la relación con Dios, hace sus propósitos que expresa con estas líneas: „El Santo Sacrificio debe ser la preocupación del sacerdote todo el día. Hay un peligro inminente de ser un sacerdote común y ordinario, y en esto hay una horrible ingratitud. (…) Hice algunos buenos propósitos que puedo resumir así: prepararme bien cada día a la santa misa, mantener el espíritu de meditación (o recogimiento); después de mis fallos, levantarme humildemente, dulcemente, pacíficamente” (NHV 4,1-2).
Hoy se habla de proyecto personal de vida, y de proyecto de vida comunitaria; todo esto anda lejos de ser una novedad en la vida espiritual y religiosa. El P. Dehon, ya sacerdote y vicario en la basílica (estamos en el año 1876), se hace su proyecto personal de vida de oración: se levantará exactamente cuando suene el despertador a las cinco y media. Se aseará pensando en el tema de su meditación y en los preludios. Después de las oraciones que habitualmente reza por la mañana, dedicará media hora completa a meditar según el método de san Ignacio. En cuanto le sea posible, se preparará a la celebración de la santa misa con un cuarto de hora de reflexión especial. La experiencia le dice que las confesiones le impiden frecuentemente dedicar a la preparación los minutos previos a la misa, y decide que hará la preparación antes de las confesiones. Se revestirá con respeto y en silencio. Echará una ojeada al ordo para no descuidar nada. Dedicará los primeros momentos de la mañana, sea a las seis y media, después de la meditación, sea después de la misa, a la recitación de las horas menores y la lectura de la Biblia. El primer momento libre después de la comida lo aprovechará para recitar las vísperas, hacer una visita a la iglesia y rezar el rosario. Después de las cuatro de la tarde rezará maitines y laudes, y hará la lectura espiritual (cf. NHV 6,181). A quien desconozca los hábitos de oración antes del Concilio Vaticano II, le sorprenderá que el P. Dehon rezara los maitines y las laudes a las cuatro de la tarde. En aquellos tiempos se podía adelantar a la víspera la recitación de ambas horas litúrgicas.
En 1877, su sexto año de vicario, se encuentra estresado. Se había debilitado en todo, incluso en sus ejercicios de piedad, en su vida de oración. Considera que no se encuentra en su lugar. Desea la vida religiosa (cf. NHV 7,1). Precisamente este año, en junio, comienza su noviciado para profesar el siguiente junio.
La fundación de la Congregación, el affaire Captier, el Consummatum est y todo cuanto vivió en estos años, son incomprensibles sin una vida intensa de oración, de trato con Dios. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el grado de las dificultades que el P. Dehon superó nos da el grado de la intensidad de su oración.
El P. Dehon recuerda la necesidad de orar siempre sin desanimarse, según la afirmación de nuestro Señor (cf. Lc 18,1). Es decir, que nuestra vida ha de estar impregnada, saturada de oración, como lo estuvo la de Jesús. Unas veces fue la oración formal, intensa y prolongada; otras, durante sus ocupaciones exteriores, fue el espíritu de oración que santificó sus acciones. Su vida fue oración, las palpitaciones de su corazón eran actos de oración (cf. OSP 3,11).
Nos recuerda el P. Dehon que la oración del Corazón de Jesús era alabanza, amor, acción de gracias, reparación. Y a menudo imploraba, pedía para todos nosotros. Nos presenta como modelo a Jeremías, quien amaba a sus hermanos y oraba sin cesar por el pueblo (cf. 2Mac 15,14).
Meditando sobre la oración de nuestro Señor en el Huerto de Getsemaní, el P. Dehon nos recuerda una disposición fundamental que ha de tener nuestra oración: abandono total a la voluntad de su Padre. Y al confrontar su oración con la de Jesús, nos da otras orientaciones acerca de cómo debe ser nuestra oración: atenta, evitando cuanto pueda distraer, que salga del corazón, que sea expresión de nuestra fe, de nuestra confianza (cf. OSP 3,138-139). Nuestro Señor, orando en Getsemaní, nos enseña con su ejemplo que, en los tiempos de tristeza y angustia, hay que buscar el consuelo en la oración (cf. OSP 3,275).
Cuando habla de la oración de María, recuerda su respuesta al ángel en la anunciación: „He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Ahí tenemos la disposición habitual de María en su oración, la humildad y el abandono; la voluntad de Dios es todo para ella.
Al hablar del poder y efectos de la oración, dirige varias preguntas y responde a ellas:
„¿Quieres soportar pacientemente la adversidad y vencer las tentaciones y tribulaciones? Sé hombre de oración.
„¿Quieres dominar tus afectos desordenados, conocer las astucias de Satanás y librarte de ellas? Sé hombre de oración.
„¿Quieres vivir feliz en las obras de Dios, avanzar fructuosamente en el camino del trabajo y del sacrificio? ¿Quieres progresar en la vida espiritual y no tener en cuenta las exigencias de los bajos instintos en tus deseos? Sé hombre de oración.
„¿Quieres ahuyentar los vanos pensamientos, animar y fortificar tu alma con santos pensamientos, piadosos deseos, fervor y devoción? Sé hombre de oración.
„¿Quieres, finalmente, elevarte hasta la contemplación y gozar del abrazo del Esposo divino? Sé hombre de oración” (OSP 4,70).
El P. Dehon nos invita a progresar hasta tal punto en la oración, que lleguemos a la vida interior, es decir a esa unión permanente que hace que Jesús viva en nuestros corazones y nuestros corazones vivan en Jesús. Recomienda la meditación, la oración y las jaculatorias como medios para habituarse a pensar en nuestro Señor y unirse a él. Afirma que a nuestro Señor le gusta que le amemos y se lo digamos, que le pidamos lo que necesitamos, ya que esto es una señal de confianza; y le gusta igualmente que, después de recibir beneficios, le mostremos nuestro agradecimiento. La gratitud es también una forma de amor (cf. OSP 4,576).
El P. Dehon nos recuerda que la oración supone fe. Escribe una meditación sobre la hija de Jairo, y nos recuerda que nuestra oración debe ser como la del padre, que da muestras de una fe madura. „Así es como hemos de rezar” (OSP 4,161). Y cuando presenta como tema de meditación la curación del muchacho endemoniado, nos invita a rezar como su padre: „¡Señor, yo creo; pero aumenta mi fe!” (OSP 4,194).
Nuestra oración debe ser constante, sin cesar. „Si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis” (Jn 16,23). Recemos continuamente, porque en todo momento tenemos necesidad de la ayuda de Dios. En la paz, pidámosle que dure y que alabemos dignamente su nombre. En la turbación, pidámosle la paz del corazón, la luz del espíritu, la fidelidad a nuestro reglamento (cf. NQT 1,23).
Otra cualidad que ha de tener nuestra oración es la confianza. Por eso nos invita a rezar con confianza y en nombre del Señor. Estamos tan seguros de ser escuchados como lo está el niño que pide un pedazo de pan a su padre. En el caso de que Dios nos negara de momento la virtud que le pedimos, es porque hay peligro de que nos enorgullezcamos; pero la oración no queda sin efecto, pues entonces Dios aumenta en nosotros la gracia de otro modo (cf. NQT 1,23).
Aunque el texto que voy a transcribir es algo extenso, prefiero que los lectores tengan acceso directo al pensamiento del P. Dehon. Observarán que habla de cuatro deberes que tenemos respecto a Dios, sin decir explícitamente cuál es el primero y cuál el tercero; pero se entiende:
„La unión a Jesucristo para alabar, bendecir y adorar a Dios, recibe justamente el nombre de la religión práctica del cielo y de la tierra.
„Es la religión práctica del cielo, puesto que la Iglesia triunfante, es decir, los ángeles y los santos no tienen otro quehacer en el cielo que alabar, adorar a Dios en Jesucristo, por Jesucristo y con Jesucristo, como lo repite la Iglesia diariamente en el prefacio de la misa: per quem majestatem tuam laudant angeli (por quien los ángeles alaban a tu majestad).
„La unión a Jesucristo es también la religión práctica de la tierra, puesto que la Iglesia nos recomienda unir nuestra voz a la de los ángeles, la de los bienaventurados, y sobre todo a unirnos al Corazón de Jesucristo, a fin de que, en ese Corazón y por ese Corazón, dirijamos a Dios alabanzas, adoraciones y acciones de gracias dignas de él.
„¿Qué haré para honrar dignamente a Dios?
„Unido con mi espíritu y con mi corazón a los justos, a los ángeles, a los santos y a la santísima Virgen, con mi corazón contrito y humillado, me uniré a Jesucristo, sea en el altar, donde él está continuamente inmolado ante su Padre, sea en el cielo, donde él no cesa de adorarlo . Y en esta unión de mi corazón al Corazón de Jesús, ofreceré a Dios la fidelidad y la adoración de su Hijo amado. Así, por medio del Corazón de Jesús, daré a Dios una gloria infinitamente digna de él.
„Nuestro segundo deber en relación con Dios es la gratitud.
„Con un corazón sensible y agradecido, uníos a Jesucristo, ya en el cielo, ya en la eucaristía, donde él alaba y agradece continuamente a su Padre, y en esta unión de vuestro corazón al Corazón de Jesús, ofreced a Dios todas las alabanzas, todas las acciones de gracias que le da su Hijo divino. De este modo, os liberáis de la ingratitud y dais a Dios el reconocimiento digno de él, superior a lo que debéis.
„Para cumplir mi deber de reparación, uniendo mi corazón contrito al Corazón de Jesús, atravesado por una lanza, exclamaré:
”'Padre Eterno, por medio de tu Hijo, te pido la gracia de una verdadera conversión, el perdón de mis pecados. ¿Acaso puedes rehusármelo, siendo así que él te lo pide de forma tan conmovedora? Ten en cuenta cómo me ama. Mira su corazón, es él mismo quien aboga en mi favor, quien solicita y pide gracia para mí'.
„¡Qué oración! … ¡qué potencial tiene para ser escuchada!
„Nuestro cuarto deber respecto a Dios es pedirle las gracias que necesitamos.
„Siendo pobre y desventurado, debo pedir constantemente la ayuda de Dios.
„Por caridad, por gratitud o por justicia, también debo rezar por los otros.
„Estoy convencido de que soy indigno de ser escuchado, ¿qué haré entonces?
„Pediré a los ángeles, a los santos, a la Reina de los ángeles y de los santos que rueguen por mí y conmigo. Y como incluso sus plegarias no son plenamente agradables a Dios si no media Jesucristo, me presentaré con ellos a Jesucristo, me uniré a él, sea en el cielo, sea en el altar. En todas partes él es el Hijo amado de Dios, su divino Corazón no tiene otra vida que la de un intercesor siempre escuchado: 'Semper vivens ad interpellandum pro nobis' [que vive siempre para interceder por nosotros]” (OSP 5,63-64).
En sus conocimientos y conceptos sobre la oración, el P. Dehon se reconoce deudor de autores consagrados y clásicos en su tiempo. Al hablar de estas tres formas de oración, en su obra La vida interior, recurre a la doctrina de Libermann y Lallemant.
En general, reconoce que la oración requiere que el alma esté purificada de sus pecados y malos hábitos. También supone tranquilidad y recogimiento, que excluye pasiones violentas y exceso de ocupación. Recuerda que Dios no se comunica de ordinario sino después que nos hemos ejercitado fielmente en la oración durante cierto tiempo. Y recomienda que cada uno se ejercite en la oración propia del nivel de vida espiritual en que se encuentra.
La meditación requiere una preparación la víspera, en que se recuerdan los puntos sobre los que se quiere meditar. En el momento mismo de la meditación, después de los preludios y el ejercicio de la memoria, se medita sobre el tema que se ha propuesto, discurriendo, comparando, razonando. Se sacan conclusiones, se reflexiona sobre el pasado, se hace un examen sobre las disposiciones presentes y se hacen propósitos para el porvenir. Se aspira a conseguir lo propuesto, se estimula, se pide la ayuda de Dios. Quien medita está recogido, sin apenas distracciones. No hay por qué agotar el tema previsto. San Ignacio recomienda que, si durante la meditación hay algún pensamiento o afecto que nos impresiona, nos detengamos en él.
En 1886, cuando la Congregación cuenta ocho años desde su nacimiento, escribe: „Nuestro método de meditación es muy nuestro. En el primer preludio hemos de pedir el espíritu y las virtudes del Sagrado Corazón; en el segundo, la virtud que meditamos, pero según el espíritu del Sagrado Corazón. Y, en el cuerpo de la meditación, hemos de considerar sobre todo las virtudes en el Corazón de Jesús. Nuestro coloquio final ha de ser con el Sagrado Corazón y nuestra Señora del Sagrado Corazón”. El P. Dehon ve todo con el cristal del Sagrado Corazón, es decir, del amor de Dios, y de ese color es todo para él y para cuantos integramos su familia dehoniana.
En su obra De la vida de amor al Sagrado Corazón de Jesús, da unas orientaciones para la práctica de la meditación: „Sería inútil pediros que hicierais actos de amor y lo expresarais, si antes no se os enseña a consolidar el amor en vuestro corazón. La acción, al igual que la palabra, deriva del corazón. Por eso, las disposiciones del corazón son las que hay que cultivar primero. La vida interior precede a la acción. Hay que encender y atizar el fuego de la caridad en el corazón para que los actos de la vida sean hechos en el espíritu del amor. De lo contrario, el alma cae bien pronto en la vida natural: Aruit cor meum quia oblitus sum comedere panem meum (Mi corazón herido se agosta como hierba, pues me olvido de comer mi pan) (Sal 101,5) (OSP 2,95).
El P. Dehon está convencido de que hay que empezar por transformar el corazón, sede del amor. Consolidado en el amor a Dios, sus actos serán espontáneamente actos de amor a Dios. Nos recuerda que la regla prescribe una meditación todas las mañanas, lecturas espirituales y conferencias que guían al alma y la alimentan. Y afirma que quienes están dedicados al Sagrado Corazón han de hacer confluir todos estos ejercicios en un único fin: hacer que Dios sea amado. Para el P. Dehon, el amor a nuestro Señor resume y concentra todo (cf. OSP 2,95).
En ella, la persona se ejercita más en los afectos de la voluntad que en las consideraciones del entendimiento. Ordinariamente se considera un misterio de la vida de nuestro Señor, sobre el que se hacen actos de fe, de admiración, de confianza, de amor, de acción de gracias, de reparación, etc. En ocasiones se centra en una perfección de Dios, como su sabiduría, su bondad, su santidad, considerando cómo la han vivido nuestro Señor, la santísima Virgen, los santos. Se alaba a Dios por esa perfección, se le pide que nos haga partícipes de ella, y se detiene, en cuanto se puede, en el afecto que más nos ha conmovido.
Se distinguen dos clases de contemplación: la ordinaria y la extraordinaria.
La contemplación ordinaria es un hábito sobrenatural por el que Dios eleva las potencias del alma a conocimientos y luces sublimes, a elevados sentimientos y gustos espirituales, cuando él deja de encontrar en el alma pecados, pasiones, afectos y cuidados que impiden las comunicaciones que él quiere hacerle. Los contemplativos oran con facilidad, y tienen a su disposición la gracia del Espíritu santo para el ejercicio de las virtudes teologales.
La contemplación extraordinaria se da en los arrobamientos, los éxtasis y las visiones.
La contemplación es la verdadera sabiduría. A la meditación podemos dedicar un tiempo muy limitado, mientras que la contemplación puede prolongarse sin esfuerzo durante horas, incluso varios días, aun en medio de las dificultades de nuestras ocupaciones.
Es un error creer que la contemplación disminuye el celo apostólico. El contemplativo se entrega generosamente a la salvación del prójimo. Aprecia y valora cuanto se refiere al mundo sobrenatural, al orden de la salvación. En un arrebato contemplativo, san Pablo escribe a los romanos: „Desearía, incluso, verme yo mismo separado de Cristo como algo maldito por el bien de mis hermanos de raza” (9,3).
Otro error muy frecuente es considerar que hay apóstoles, los menos, llamados a la contemplación, mientras que la mayoría no tienen por qué ir más allá de una oración vocal y mental. Todos cuantos han recibido la vocación del apostolado están llamados a la contemplación.
El activismo, que no es defecto privativo de nuestros días, es denunciado ya por san Juan de la Cruz con estas líneas: „Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración, aunque no hubiesen llegado a tan alta como ésta. Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a envanecer la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca que hace algo por defuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios” (Cántico espiritual 29,3)..
El P. Dehon considera tan importantes las oraciones jaculatorias que llega a afirmar que, junto con la meditación, constituyen uno de los fundamentos de la vida interior. Son gritos de amor, de oración, de gratitud. Las jaculatorias unen los corazones a nuestro Señor y refuerzan el fervor. Dios desea que sus amigos se habitúen a pensar en él sin esfuerzo alguno, para llegar a esa unión permanente que le permite vivir en sus corazones y que hace que sus amigos vivan en él. Toda la vida interior debe organizarse orientándola a él; todo debe referirse a él. Considera que es necesario contraer el hábito de la oración jaculatoria ya desde el comienzo de la vida interior. Una vez contraído el hábito de la oración jaculatoria, se piensa y vive en Dios con toda naturalidad; la persona se ha creado un ambiente interior y espiritual en el que ha fijado su morada. El hábito de la jaculatoria es, al mismo tiempo, un fruto y un medio de vida interior. Los maestros de vida espiritual recomiendan frecuentes actos de fe y el ejercicio de la presencia de Dios. La práctica de la jaculatoria consigue fácilmente ese fin. El P. Dehon hace una observación interesante al afirmar que en la oración jaculatoria suele tener más parte el corazón que en la litúrgica, en que frecuentemente hace acto de presencia la rutina.
Tratando de la santísima Trinidad, nos sorprende su sencillez al confesar que no le ha sido fácil honrarla y amarla, siendo así que ahora lo encuentra tan sencillo.
„Durante mucho tiempo he tratado de hacer lo imposible para honrar y amar a la SS. Trinidad. Ahora tal devoción me parece muy sencilla: ella habla al corazón. Considero por separado a las Personas.
„El Padre es mi Creador, el autor y el conservador de la vida. Yo le debo todo. Es mucho más mi padre que el que la familia me ha dado. Es más amable, más fiel, más cercano. Yo quiero amarlo con todo mi corazón, con sencillez, incluso con familiaridad: tengo confianza en su providencia, en su misericordia.
„El Verbo, el Hijo de Dios, es mi hermano mayor, mi gran hermano tan amante y tan afectuoso. Se hizo hombre para ser todavía más íntimamente mi hermano, para salvarme del naufragio, para sufrir y morir por mí. Amo a mi hermano mayor: quiero escucharlo, seguirlo, imitarlo… quiero vivir con Él por siempre.
„El Espíritu Santo es mi director divino. Siempre he querido a mis directores; cuánto más debo querer al Espíritu Santo de quien ellos no son más que sombra. Quiero consultarlo siempre filialmente y seguir sus consejos” (OSP 5,318).
Abundante es la doctrina que sobre la misa escribió el P. Dehon. Y abundante es también cuanto nos refiere de cómo vive la eucaristía, sea como sacrificio sea como presencia en el sacramento. Cuando por mera ley de vida ve ya cerca el término de su peregrinación, nos describe en esta hermosa página cómo vive su oración, su misa, con su communicantes:
„Mi oración, como la vivo en este último período de mi vida. Saludo a la Santa Trinidad, a mi Padre y Creador; el Verbo de Dios convertido en mi hermano y mi redentor; el Espíritu Santo, mi guía y mi consolador.
„Asisto a la misa solemne del cielo: Jesús se ofrece al Padre, el Cordero inmolado desde el principio; el Corazón de Jesús, víctima de amor por la gloria de Dios y la salvación de los hombres.
„Cada misa tiene su Communicantes: yo me uno a los siete ángeles privilegiados, a toda la corte celestial; a los veinticuatro ancianos, a los patriarcas, a los profetas, a los cuatro evangelistas, a los apóstoles. Me uno a los amigos de Jesús: amigos de Belén…
„Me uno a todos los fundadores, a los santos del Sagrado Corazón… a Gertrudis, a nuestros padres y a nuestras hermanas…
„La misa tiene sus intenciones: yo pido por la Iglesia y sus grandes necesidades actuales, por la unión y la vuelta de los herejes y de los cismáticos, por las misiones. Pido por Francia y las naciones cristianas, por la Obra: nuestras hermanas, nuestros hermanos, nuestros niños, la obra de Roma. Pido por mis padres y amigos, por mí mismo. Pido por los difuntos; con Jesús, María y José doy una vuelta por el purgatorio.
„Después de esta unión a la misa solemne del cielo, saludo al Salvador Jesús: en los misterios de su infancia con sus amigos de Belén, María, José, los pastores, los reyes magos, Ana, Simeón, etc.; en los misterios de su vida pública con los apóstoles y los discípulos; en los misterios de su pasión y muerte, con María, Juan, Magdalena.
„Saludo a María con S. Gabriel y S. Juan. Yo la saludo en todos sus misterios. Saludo a S. José con Jesús y María y le invito a venir a socorrerme en mi muerte. Saludo a los santos ángeles, mis patronos y todos mis amigos del cielo, donde tengo tantos parientes y amigos: mi madre y mis directores, mis santos protectores, los cohermanos, los condiscípulos… No debo olvidar a sor María de Jesús que ofreció su vida por mí…
„Éste es el fondo de mi oración con las variantes diarias… Pienso constantemente en el cielo, vivo con mis protectores y mis amigos de allá arriba, estoy ansioso por verlos bien pronto: Deseo partir y estar con Cristo (cf. Flp 1,23). Todo esto podría ser una ilusión y ¿podría quizá faltar el cielo? No lo creo. Corazón de Jesús, tengo confianza en Vos.
„Me uno con frecuencia a los grandes penitentes: Adán, David, Pedro, Pablo, Magdalena, Agustín. Su reparación fue sobreabundante: uniéndome a ellos, obtendré más fácilmente misericordia, he hecho muchas tonterías en mi vida.
„Compro periódicos para la comunidad; me parece justo que se esté al corriente de la historia contemporánea y que se tenga algún motivo para la conversación. Se reza mejor por la Iglesia cuando se leen los asaltos que ella debe padecer cada día y los grandes esfuerzos que los católicos hacen por organizarse”(OSP 5,536-538).
„Soy el más pequeño y el más indigno de los fundadores; sin embargo, siento la necesidad de unirme a todos los fundadores. Sus nombres me vienen a la mente en la oración: Benito, Bernardo, Francisco, Domingo, Ignacio, Felipe Neri, Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Alfonso, Juan Bautista de la Salle, Juan Eudes, Pablo de la Cruz, Libermann, Don Bosco, Lavigérie, D'Alzon, Margarita María, Sofía Barat, Madre Verónica, María del Sagrado Corazón, etc … Estas grandes almas tenían un grandioso ideal: vencer al mundo, conquistar el mundo para Jesucristo. Oraron, sufrieron y lucharon por esto…
„Me uno diariamente a todas estas almas. Quisiera elevar mi ideal al nivel de ellas. Amo ardientemente a Nuestro Señor y quisiera procurar el Reino del Sagrado Corazón…
„Tengo todavía otro comunicantes, son mis primeros cohermanos, mis auxiliares más afectos por la obra del Sagrado Corazón. Fueron una docena como los apóstoles…
„Me uno cada día a los santos del Sagrado Corazón: Gertrudis, Matilde, Marta, María, Claudio de la Colombiére, etc. y a nuestros cien muertos de la Congregación y más todavía a nuestras hermanas. Mi ideal ha sido el suyo, hemos trabajado por el Reino del Sagrado Corazón” (OSP 5,533-534).
Al terminar este breve recorrido por la vida de oración del P. León Dehon, tenemos alguna idea de la que fue su evolución en su caminar hacia Dios. Pablo VI nos recordó que „la religión es, por su propia naturaleza, una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa en forma de diálogo esta relación” (Ecclesiam suam 64). Eminente fue su oración porque eminente fue su religión. En su avanzar por los caminos de la vida, gracias al ambiente familiar y educativo que le cupo en suerte, intuyó muy pronto que Dios es el centro de la vida del hombre, y así lo reconoció y vivió. Y porque los hombres somos incapaces de ver la simplicidad de Dios sin partir desde las facetas que nosotros le atribuimos, el P. León Dehon partió desde la faceta que podemos calificar de central o esencial, la del amor. Dios es amor. Símbolo del amor es el corazón. Símbolo del amor de Dios es el Corazón de Jesús.